martes, 22 de febrero de 2011

Los sin Rostro


Los sin rostro merodeaban por lugares que supuestamente estaban poblados por gente que insinuaba algún tipo de peligrosidad. No se reconocían como ingredientes de una receta mal configurada. No se reconocían entre ellos. Su falta de rasgos particulares reafirmaba su ausencia. Miraban de reojo, pensaban sin jamás tratar de pensar en sus amorfos pensamientos. Tiraban del pelo sin saber que el tirar del pelo genera un dolor que va en aumento cuando la fuerza con la que se ejerce ese acto aumenta. Disparaban sintiendo solo el ruido. Charlaban sobre cine barato. Disfrutaban de comer pizza. Les cerraba más la noche que la mañana. Sus borracheras eran algo agresivas. Creían en dios cuando era necesario hacerlo. Sin tener culpa desistían muchas veces del perdón. Caminaban en estado de alerta. Se cargaban entre ellos y gritaban fuerte los goles de un equipo que silenciaba.
Después de algunas horas decidieron ir a comprar cigarrillos, el kiosco más próximo estaba cerrado. Caminaron unas cuadras más y lo consiguieron. Pidieron unos Marlboro y agradecieron. No pagaron. Pero agradecieron. Se prendieron un pucho cada uno y charlaron sobre el precio de los puchos. Vieron movimientos extraños cuando volvían por calles desoladas. Todo era motivo de sospecha. Miraban y volvían a mirar. Seguían marcha escuchando música en volumen muy bajo. Eran susurros poco entendibles. Melodías que acompañaban palabras que no eran escuchadas por ellos.
Volvían a sus lugares con aires de victoria, puchos gratis y la sensación de haber visto algo raro. De ser parte fundamental de algo. De ver gente en algo raro. Ellos no eran vistos. O mejor dicho no eran reconocibles. Se levantó para ir al baño y se miró al espejo. Era como un vampiro, el espejo no devolvía nada. Ese espejo era inexpresivo, maniquíes pasaban varias veces al día por ese espejo. Algunos se lavaban las manos, otros sólo se miraban inútilmente. Les avisaron que había un procedimiento en la calle Riobamba. Salieron sin apurarse y antes intentaron nuevamente mirarse al espejo. En el camino volvieron a charlar sobre temas poco interesantes. Ellos sabían que no era interesante lo que charlaban. El tiempo era un gran tema no interesante que desarrollaban cada día dentro del auto que los trasladaba a distintos lugares. Esa tarde se llevaron a dos. Dos pibes que no tenían más de 18 años. Los miraron antes de encapucharlos. Que no nos vean la cara dijo uno de ellos. Creían que el espejo les mentía, pero no, los detenidos no podían verle la cara aunque lo intentasen con todas sus fuerzas. Uno de los detenidos tenía el pelo largo y una barba al estilo Kurt Cobain, indicios de barba. Se llamaba Manuel Espósito y militaba en la JP. El otro era un amigo que había pasado a tomar unos mates y ahora estaba temblando del miedo. Se llamaba Julio Minucius y cantaba tangos. Los cantaba en su casa mientras se bañaba y después seguía mientras secaba su cuerpo frente al espejo. Tenía acne y encontraba atractivo apretarse los granos frente a un espejo. Después sufría por las marcas. Durante todo el trayecto Julito lloró como un niño que no quiere que apaguen la luz antes de dormir. Manuel trataba de tranquilizarlo y le pedía perdón en voz baja. Ellos seguían hablando del tiempo. Uno de los sin rostro pidió silencio, quería empezar a demostrar autoridad. Quería dar a entender que el que mandaba era él, por un rato mandaba él. Después solo acataría ordenes, sin pensarlas, sin analizarlas, sin ningún tipo de culpa. Los autos pasaban y los detenidos trataban de ver a través de las capuchas, sentían que los autos pasaban. Miles de autos pasaban. Algunos llevaban a familias que volvían de un día rutinario, en donde la madre pensaba en qué cocinar, el padre pensaba en que iba a cocinar su mujer y dos hermanitos dividían sus pensamientos entre quién debería bañarse antes y la comida de mamá. Esa noche la mujer decidió no cocinar. En cambio ellos sufrían por la incertidumbre, por no saber y también porque había un tipo que los seguía callando cuando ellos ni siquiera murmuraban. Sabían qué pensaban y querían silenciar esos pensamientos. De eso se trataba en definitiva. El camino era largo, no podían calcular cuantas cuadras, pero se hizo interminable. Antes de bajar escucharon en la radio que el pronóstico para el día siguiente era inmejorable, soleado. Se venía el verano. Se tomaron de las manos y rezaron o algo parecido a eso. Uno le pidió a la abuela y el otro era más conocedor de la religión católica. Cuando se dieron cuenta que rezaban, los sin rostro sonrieron.
Después de un largo día se fueron a sus casas. Uno de ellos salió a caminar por el barrio. Una vecina lo saludaba mientras le comentaba a una amiga que la visitaba, lo buena persona que era ese muchacho. Ella sí podía ver su cara, para ella sí tenía rasgos específicos que lo diferenciaban de la multitud. Ella lo conocía poco y nada, pero que bien le caía. Qué solidario que era. Gente así no abunda, le volvía a comentar a su compañera que ya se estaba retirando después de una larga clase de corte y confección. El buen muchacho sin rostro seguía caminando. Sus pasos no delataban ninguna situación, ni lento, cómo para suponer que camina tranquilo una tarde noche de diciembre, ni rápido, como para inferir que llega tarde a alguna cita. Un híbrido. Como no tenía un itinerario pensado, se frenó de golpe y sintió que tanta libertad lo agobiaba. Necesitaba que le digan a donde, por donde y para qué ir a tal lugar. Prefirió volver a su casa y eligió el camino más corto. A esta altura el paso era ligero. Faltando un par de cuadras empezó a trotar. Llegó algo perturbado y sacó las llaves, su puerta estaba abierta. Se desesperó. Su casa estaba dada vuelta, nada en su lugar. Desesperó aun más viendo semejante situación. Un allanamiento en el lugar equivocado era la respuesta para semejante desorden. Faltaban algunos objetos de valor. La explicación fue dada por un superior. No se animó a pedir por sus cosas. Esa noche rezó.


Los dejaron en un cuarto que parecía no tener ningún tipo de salida. En realidad nunca les sacaron las capuchas, entonces esa sensación era inevitable. Manuel le seguía pidiendo perdón y esto lo intranquilizaba aun más a Julio. Si tanto le pedía perdón es porque se venían momentos difíciles. Perdón por qué Julio? Qué nos va a pasar? Preguntaba esperando una respuesta tranquilizadora. Nada contestaba Manuel. Nada. Entonces dejá de asustarme y tratá de dormir. Nada repetía una y otra vez Manuel. Un sin rostro que estaba de guardia los hizo callar. Antes de callarse murmuró la palabra perdón nuevamente. Ya las palabras salían inconcientemente. Julio sintió miedo.
Se despertaron con una risotada que sonaba como una burla macabra. El silencio los conmovía, la espera los hundía en la tortura. Esperaron otra risotada pero no sucedió. Deseaban escucharla, lo necesitaban, querían creer que la risa era un buen síntoma. Se acercó un tipo que tenía un bigote bien prolijo. El bigote era propio de los sin rostro, los encolumnaba en una fila de rostros sin expresión. Al oído les susurró que estaban hasta las pelotas. El susurro logra un efecto multiplicador. El susurro decía que ellos estaban complicados. Hasta las pelotas pensaron los dos. Se les vino la imagen de estar desnudos, con la capucha. Manuel sintió la necesidad de sacarse la ropa. Tratar de superar etapas, de acelerar momentos de miedo. El mismo sentimiento de extrañeza que da saber que alguien te está por asustar. Es más difícil el momento previo al susto que se sabe que llegará, que el susto en si mismo. Manuel se pellizcaba a cada rato. Trataba de inmunizarse.
Comieron y se sintieron unos privilegiados. Charlaban mientras lo hacían y coincidían en lo placentero de un plato de comida. No sabían en dónde carajo estaban. La sensación de desesperación se calmaba en momentos de charlas intrascendentes. Trataban de hablar de temas de poca monta. Hasta que uno de ellos pensaba en cómo estarían sus familiares y el paso de lo intrascendente a la cruel desesperación era inevitable. El miedo a morir suele desprenderse del miedo por el que queda. Ese miedo sentían ellos, su ausencia provocaba dolor en quienes ellos querían. Pensar en el llanto de los suyos los hacía llorar.

A las dos de la madrugada terminaba su guardia. Mientras iba a su casa caminando se tocó el bigote. Por momentos aceleraba el ritmo, corría por momentos. Llegó a sentir piedad por los dos nuevos detenidos, esos que charlaban entre ellos, que lloraban juntos. Notaba que eran amigos. Al llegar a su casa, su mujer le dio un beso en la mejilla. A partir de eso empezaron a discutir. Un beso en la mejilla lo dejaba en medio de una crisis de nervios no muy bien disimulada. Ella le criticó el bigote, hasta llegó a pedir que se lo afeite. Dijo que la pinchaba, que el beso en la mejilla era porque el bigote la pinchaba. Eso lo tranquilizó solo un poco. No podía afeitarse, no podía dejar de pertenecer, no podría tener un rostro. Se durmió y se despertó muchas veces esa noche. Siempre que despertaba se tocaba el bigote, cuando notaba que seguía en el mismo lugar respiraba profundo, se tranquilizaba...
¿Continuara?

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